Caminaba en la cerrada noche, la espesa neblina solo cedía
para mostrar el fuego de su cigarrillo, caminaba como siempre lo hacía, junto a
las paredes, casi rozándolas, mirando el suelo, como si esperara encontrar
algún tesoro, perdido por algún poco afortunado.
Rara vez levantaba su mirada, no miraba a nadie a los
ojos.
Otra pitada a su cigarrillo, ya restan pocos metros, pues
sabe de memoria, que terminara ese maldito palito de tabaco justo en la puerta
de su destino, la última bocanada y el fin del camino.
La noche se cierne aún más sobre su cuerpo, parece como
si le costara más trabajo caminar, le pesaba cada paso, cada respiración, cada
vez que levantaba su brazo para fumar.
Un ruido destroza sus pensamientos y lo sobresalta, a lo
lejos y no tanto, ve que alguien se aproxima hacia él, pero le resta
importancia, pues nunca levantaba su mirada, y mucho menos le gustaba mirar a
la gente directamente a los ojos.
La razón? Bueno, quizá usted se ría de esto, pero él
podía escarbar en el interior y ver todos los demonios de cada persona, eso lo consumía,
en ocasiones lo asustaba de muerte, lo paralizaba.
Ya a nadie podía mirar. Por temor, si, por temor a lo que
pudiera ver en esas cavernas.
Los pasos suenan más cercanos, apenas observa hacia el
frente, pues no quiere tropezarse con un desconocido, no quiere rozar otros
cuerpos, por sobre la brasa de su cigarrillo, escudriña hacia su futuro
inmediato.
Luego piensa para sus adentros, que sus caminatas, y
parece que hasta sus acciones, las mide en pitadas o cantidades de cigarrillos,
“que estupidez, tengo que tirar este
hediondo tabaco cuanto antes”, se decía, y repetía cada vez. “Pero bueno che, algún vicio hay que tener”,
se consolaba.
Se da cuenta que ya solo a esta a un par bocanadas más y
estará en su casa, y no le importara la calle, la densa noche, el desconocido
cerca o lejos, su unidad de medida, ya nada le importara.
Pero esta noche que no se deja atravesar, cada vez más
densa, cada vez más complicado dar un paso, y ese par de pisadas en sentido
contrario cada vez más cerca, amenazando con cruzarse en algún momento con él,
sin duda está más nervioso que de costumbre, no hay ojos que alcance a
penetrar, y levanta su mirada.
Para su sorpresa, esas pisadas tan lejanas (o cerca),
estaban allí, sobre él, sus ojos se fundieron en los otros, los ajenos, los
furiosos, los endemoniadamente esquizofrénicos, aquellos ojos, le eran
familiares.
No había notado que ya había tomado esa última bocanada
de caliente aire mezclado con sabor a tabaco, no había notado que hacia
momentos que había ingresado a lo que llamaba hogar (solo un techo y su cama,
pilas de libros y viejas fotos, suficiente), en que momento su mente se escapó,
pues no recordaba los últimos pasos, no recordaba girar la perilla de su
puerta, ni el ruido penetrante de esas bisagras sin aceitar.
Solo estaba concentrado en el sonido de esos pasos,
lejanos o no, pero ese sonido, que lo hizo levantar la mirada, le hizo
abandonar el sueño despierto, le hizo abandonar ese mundo a sus pies.
Esos ojos lo consumen, lo arrastran al más profundo de
los llantos, a dar ese grito mudo de pena y dolor, quiebran sus piernas, sus
rodillas contra el piso, su mundo. Su cara totalmente desdibujada y sus manos,
que ya no le son propias, quieren tapar sus ojos, no puede, no puede.
Envuelto en la desesperación, recuerda todo aquello que
no debía, ni quería recordar, todo le vuelve, todo junto, pobre perro apaleado
contra el piso, pobre.
Allí en su pieza, acurrucado, destrozado, tomando aire
desesperadamente, sabe que para él, se está terminando, y aquellos ojos,
aquellos conocidos ojos, que te han hecho.
Ya entregado al destino que le toca, vuelve su mirada,
otra vez sumergido en aquellos profundos ojos, detrás de ellos reconoce el
paisaje, es su misma pieza, aquellos sus libros, esa, su cama desecha de la
noche anterior, y ese que está en el piso, no es nada más que su reflejo.
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