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Si la estupidez tomara forma corpórea y pudiera hablar, la estupidez desprendida de mi cuerpo seria verborragica hasta la locura. Tanto, que debería dispararle en la boca para hacerla callar.
Siempre que me levanto, en realidad, nos levantamos, si, no solo yo, creo no ser el único estúpido en el planeta, seria aún más estúpido si creyera ser el único en algo.
Repito, siempre que me levanto, no tengo recuerdos de lo sucedido horas antes, no miles de horas, apenas un par de ellas, y menos aún de mis sueños, lo único que deseo recordar,  se han convertido en borrosas imágenes que a duras penas puedo armar.
Un collage horripilante de lo que debe haber sido un hermoso sueño.
Así es como despierto, rogando volver a dormir. Pero antes del preciado premio, he de atravesar por todas estas horas de hastío, de mentiras, de dolor algunas, de rigurosa rutina.

De a poco, con el transcurrir del día, mi cuerpo, va desarmándose, dicho de mejor forma, es mi mente la que se desarma, la que se divide.
Estupidez por un lado; otra persona que vive allí, y no se bien que es lo que produce en mis pensamientos, ya que no habla, solo mira, allí se queda, solo mirando y reflejando lo que creo son sus sentimientos con muecas y con movimientos de sus ojos, de cuando en cuando, derrama lagrimas que jamás tocan el suelo.
Luego escapan más fantasmas que me rodean, que son parte de mí.
Allí se encuentran obscuros secretos, allí esta alguien que desea ser un caballero, allí está también alguien que escribe todo lo que ve y alguien más,  a quien aborrezco.
Todos mis otros “yo”, todos, a mi alrededor.
Tomando cada uno protagonismo en cada situación de este odioso día que transito.

Soy todos ellos, soy nadie sin ellos. Los amo, los odio. Pero esa es la base y el equilibrio de nuestra convivencia. Me ayudan a transportar el día. Cuidan de mi hasta que el sueño me lleve.

Quizá ahora este poseído por aquel que escribe, solo doy en préstamo mis manos para plasmar sus palabras, sus pensamientos.
No lo sé.

En algo nos parecemos todos, y es que todos amamos la soledad. Llámennos ermitaños, o como quieran, jamás una palabra ajena nos afectara. No somos susceptibles. Lo ajeno no nos es importante, las reglas que tanto defienden y desean obligarnos a seguir, jamás las seguiremos, ni las respetaremos.
Tenemos nuestra forma, nuestro objetivo.

Somos soñadores, imbéciles soñadores, que doloroso, que vacío tan profundo, deja ese sueño que jamás se presenta.
Deseo desterrar a aquel que irrumpe cada noche con esos recuerdos que tanto lastiman, deseo que desaparezca, su tortura es mostrarme aquellas imágenes que jamás volverán, luego, da forma a un escenario en donde todo tiene un final feliz, para al final de su obra dejarme caer en el más negro de los agujeros en donde se representa el verdadero final. Ese en donde nunca nada se cumple.
Ese en donde el deseo de partir es demasiado fuerte, en donde el miedo de realizar determinados actos es abrumador.
Golpeo mi cabeza contra mis puños, como si pudiera apagar mis ideas, mis pensamientos.

Agradezco, que aun preserve aquellas imágenes, pero se clavan duro en mi espalda.
Y el solo hecho de saber que el tiempo nunca juega a favor, me derrumba un poco más.

Necesito un vicario que realice los actos que mi cobardía reprime.
Necesito subir a un barco de tontos y naufragar, debería jugar al inmortal y probar las formas de la muerte.
Debería ser el estúpido en ese momento, y jugar con fuego, quizá así, de una vez, y definitivamente, deje de ver esas imágenes en mi mente, y así me libere de esta prisión.
Prisión de carne, de hueso, de cielo y tierra.



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